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El Negro Durazo: símbolo de violencia y corrupción

El México de 1982 se debatía entre la crisis económica y el amargo sabor de boca que deja una cucharada de la espesa olla de la corrupción. Era tal el quebranto económico del país que quienes fueron a Estados Unidos a renegociar la deuda externa que agobiaba el erario, tuvieron que viajar con boletos de avión que le habían fiado al gobierno mexicano. El lema de campaña de Miguel de la Madrid, que asumió la presidencia de la República en diciembre de aquel año, intentaba, al hablar de “renovación moral”, recomponer un ánimo colectivo donde estaba fuertemente enraizada la certeza de que al acabarse el gobierno de José López Portillo, se había acabado un sexenio de profunda corrupción, donde los criminales podían moverse a sus anchas.

Y una parte de esa certeza se debía a la impunidad con la cual algunos funcionarios públicos se movían y hacían alarde de una riqueza imposible en servidores públicos. Arturo Durazo, apodado “El Negro” era uno de esos personajes. Al terminarse los días de López Portillo, se empezó a decir, en cualquier parte, por cualquiera, y en voz alta, que El Negro era un corrupto y un ladrón; que debía vidas, que, paradoja, siendo el jefe de la policía del Distrito Federal, era uno de los mayores criminales del país.

Aquel hombre se había convertido en uno de los símbolos de aquel sexenio amargo. El día que se supo que las autoridades del nuevo gobierno andaban tras su pista, porque se sospechaba que tenía que ver con la masacre del río Tula, a nadie le extrañó: El Negro Durazo, a los ojos de los mexicanos, y especialmente de los capitalinos, era capaz de cualquier cosa.

EL CUATE DEL PRESIDENTE

El Negro era sonorense, de Cumpas. Ahí nació en 1918. Pertenecía a una familia que decidió migrar a la capital en busca de mejores oportunidades. Desde chamaco, Arturo demostró ser de carácter resuelto, sin miedo a los pleitos y bueno para el descontón. Asistía a la primaria pública Benito Juárez, en la colonia Roma de la ciudad de México, cuando conoció a un chamaquito de clase media con el que trabó buena amistad. Al niño José López Portillo le convenía ser amigo del Negro, apodado así por su piel morena. Nadie se metía con Pepito porque, quien se atreviera, podía llevarse un par de trompones administrados por el Negro, al que no le gustaba que molestaran a sus cuates.

La imaginación popular bautizó como El Partenón a la suntuosa y extravagante mansión en el estado de Guerrero. Se volvió otro símbolo de la corrupción de su propietario./
La imaginación popular bautizó como El Partenón a la suntuosa y extravagante mansión en el estado de Guerrero. Se volvió otro símbolo de la corrupción de su propietario.

No sabía aquel chiquillo hasta dónde lo llevaría aquella amistad.

Pero los niños crecen, y los amigos de la primaria agarran caminos muy diferentes. Mientras José López Portillo hacía el periplo vital que lo llevaría a la presidencia de la República, Arturo Durazo llegó al Instituto Politécnico Nacional, y ahí estudió en la Escuela Superior de Comercio y Administración. Al convertirse en un adulto joven, fue empleado del Banco de México. Pero acaso se aburría. Dio un giro a su existencia y se transformó en inspector de Tránsito, justo cuando llegaba 1948.

Pero había corporaciones policiacas más interesantes, tal vez más emocionantes. Sólo duró ahí un par de años. Prefirió irse a la Dirección Federal de Seguridad, y ahí sí hizo carrera. El Negro tendría sus defectos, decían quienes lo conocieron por esos días, pero no había duda de que era un excelente policía. Por eso empezó a ascender. En 1958 alcanzó el grado de comandante. Años después corrieron rumores de que Durazo, en su calidad de alto mando en la DFS, había estado involucrado en la represión contra los movimientos estudiantiles, y que habría formado parte de la dirección de las Brigadas Blancas, cuerpos formados para combatir a los grupos guerrilleros y opositores nacidos después de la crisis de 1968, es decir, el Negro sabía muchas cosas de aquellos días oscuros que después se conocieron como la “Guerra Sucia”.

Solo faltaba que llegara al poder su cuate Pepito, José López Portillo, quien, del mismo modo que dio a algunos parientes puestos importantes en el gobierno federal, no tuvo escrúpulos o pudores para encargarle a su gran amigo de infancia nada menos que la seguridad de la ciudad de México. Así fue como Arturo Durazo Moreno, el Negro, se convirtió en el titular de la Dirección General de Policía y Tránsito del Distrito Federal.

La revolución -y la cuatitud- le habían hecho justicia al Negro Durazo. Lo habían puesto donde había, y solamente se trataba de armar un mecanismo de funcionamiento casi perfecto para convertirse en millonario. De alguna forma, era el amo de la capital.

“ENTRES”, CUOTAS, EXTORSIONES

Si bien es cierto que en los cuerpos policiales es difícil que no existan casos de corrupción, Arturo Durazo montó una estructura que no podía fallar: podría decirse que institucionalizó los flujos del dinero mal habido. Todos los policías de la ciudad debían entregar a sus superiores una “cuota diaria” de dinero que no tenía otro origen que el soborno, la mordida. Unos pesos por dejar ir al que se pasó el alto; otro puñado de pesos por hacer como que nadie había visto al carterista en plena faena, otra lana por olvidarse que Fulano vendía drogas en algún centro nocturno. Esa maniobra, diaria y sistemática, producía un flujo de dinero que iba a parar, en buena parte, a la oficina de “los jefes”, y, naturalmente, una tajada importante se quedaba en manos del Negro Durazo.

La amistad de Arturo Durazo con el presidente López Portillo fue la ruta para encumbrarlo. Cuando lo nombraron jefe de la policía capitalina, diseñó una amplia red de sobornos y corrupción./
La amistad de Arturo Durazo con el presidente López Portillo fue la ruta para encumbrarlo. Cuando lo nombraron jefe de la policía capitalina, diseñó una amplia red de sobornos y corrupción.

Sí, era un buen policía, y por eso decidió crear una fuerza policiaca más: la Dirección de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia, la famosa DIPD, encabezada por un amigo del Negro: Francisco Sahagún Baca. En muy poco tiempo, la DIPD y sus agentes, conocidos como “los dipos” se volvieron personajes de los más oscuros en los bajos fondos de la ciudad de México. A los dipos había que tenerles miedo. Eran muy violentos, y no tenían el menor reparo de someter a tortura a quienes detenían en el curso de sus investigaciones. Naturalmente, estos agentes también formaban parte de la estructura corrupta que operaba en la Dirección General de Policía y Tránsito del Distrito Federal.

La maquinaria de la corrupción corría, bien aceitada por el dinero que se obtenía de un modo u otro, siempre en la ilegalidad. Y había, en ese operar policiaco, un rasgo notorio e irreparable: la impunidad.

A partir de la autoridad del Negro Durazo, se fue tejiendo una red corrupta que protegía a todo aquel que se involucrara y le entrara con su correspondiente cuota. No fue extraño que los integrantes de los diversos cuerpos policiacos no solo sacaran la cuota para los jefes, sino que también vieran por su propia tajada. Eran tiempos de penuria económica, y los sueldos de un policía cualquiera no bastaban para sobrevivir.

A los policías y los dipos de Durazo, se les temía, sin duda. Protegían delincuentes, quienes acababan “trabajando” para ellos, porque no había botín que no fuera “pellizcado” para que la correspondiente cuota llegara a las oficinas de Durazo. Un viandante cualquiera podía, en un descuido, ser detenido y extorsionado, acusado de cualquier ilegalidad, con tal de que acabara cayéndose con su “entre”.

¿Se sabía de esta corrupción policiaca? Se sabía. ¿Alguien denunciaba? Nadie se atrevía a meterse con los hombres de Durazo. Eran impunes, y la impunidad le daba al jefe de la policía la certeza de que nadie podía oponérsele. Como muestra de que era amigo de sus amigos, el presidente López Portillo lo ascendió a “general de división”, cosa que no gustó mucho en los círculos militares, aunque nadie se atrevió a decirle al presidente que, como Durazo nunca había hecho carrera militar, no había sustento para tal ascenso.

Una foto se haría famosa: el Negro, vestido de toga y birrete al recibir un doctorado honoris causa. Gustaba, como su amigo y cómplice Sahagún Baca, de la música. Le encantaba que le cantaran un corrido famoso, El Moro de Cumpas. Paraban el tráfico para que pasara la patrulla que lo transportaba.

Alguna vez, la comitiva de Durazo hizo su acostumbrada maniobra de detener a los automóviles. En uno de esos autos viajaba el Procurador General de la República, Oscar Flores, quien detestaba al Negro. No vaciló en bajar el cristal de la ventanilla para gritarle: “¡¡Pinche fantoche!! ¡¡Payaso!”

El Negro era, sin duda, uno de los hombres más poderosos del país. Nadie se enfrentaba al amigo del presidente.

LA CAÍDA

A fuerza de entres cuotas y tajadas, el Negro Durazo se volvió inmensamente rico, y no lo ocultaba. Comenzaron a correr rumores en el sentido de que estaba aliado a los grupos de narcotraficantes que empezaban a prosperar en territorio mexicano, y que, seguramente daban muy buenos sobornos a cambio de que la policía de la ciudad de México les permitiera moverse. El soborno, la “mordida” era algo que en la cultura popular se asoció a cualquier policía de la época. Las grúas de tránsito estaban obligadas a llevar una cuota diaria fija de autos a los corralones. Se llegó a decir que la cuota era de mil 200 vehículos. Se solucionara la falta mediante el pago de infracciones o una rápida “mordida”, lo cierto es que ese dinero jamás llegaba a la Tesorería del Distrito Federal.

No obstante, Durazo sí podía ser un policía eficaz. A la corporación bajo su mando tocó solucionar el asesinato del matrimonio Flores Izquierdo; fue su rápida intervención la que frustró el secuestro de Margarita López Portillo, hermana del presidente. Era la impunidad rodeada de elogios. ¡Hasta le entregaron un premio de la Asociación Nacional de Locutores!

Claro que su riqueza era inexplicable. Se construyó fastuosas mansiones, ostentosas, de mal gusto, conocidas por toda la ciudadanía. Comentaba sin tapujos que era millonario. Nadie se atrevía a rascar en el origen de la riqueza del policía, que organizaba sonadas fiestas en la discoteca que había construido en su mansión capitalina. Fue impune durante todo el sexenio de José López Portillo.

Terminada aquella gestión, el lema de la “renovación moral” penetró en diversos recovecos de la vida nacional. Estaba pendiente aclarar los muchos rumores que señalaban a Durazo Moreno como el autor intelectual de la masacre del río Tula, y a Sahagún Baca y a sus agentes de élite como los ejecutores.

Arturo Durazo se fue del país a finales de 1982. No se hacía ilusiones. Alguien, lo suficientemente visible, debía pagar por tantos años de crimen, corrupción e impunidad.

Se le empezó a investigar por extorsión, por gastos irregulares. Se le achacó un enriquecimiento ilícito que en 1984 se calculó en 60 millones de pesos. Cuando se le capturó, hasta la prensa extranjera anunció la detención. Dentro y fuera del país. El Negro Durazo era un símbolo de lo peor que tenía el país: la corrupción y la impunidad. Para “amarrar” su proceso, se le acusó de abuso de autoridad, de contrabando y de acopio de armas. No faltaron los capitalinos que sonrieron con sorna al escuchar los cargos contra el Negro. Todos sabían que debía muchas otras cosas.

Pasó ocho años en la cárcel. Lo liberaron en 1992, debido a su avanzada edad y a sus padecimientos: tenía cáncer. Se fue a vivir a Guerrero, donde murió. A la distancia vio cómo todo lo que salió a la luz cuando lo encarcelaron, lo volvió parte de la cultura popular. Del Negro se habló en canciones del rock mexicano que volvía por sus fueros. Nadie dijo una palabra en su defensa,

La publicación de las memorias de uno de sus asistentes, José González, fue un fenómeno editorial: “Lo Negro del Negro Durazo” se convirtió en un “clásico” de la primera mitad de los 80, y dio para un libro adicional y para una película, donde se recreaban todos los crímenes, reales o inventados, que se le achacaron al ex jefe policiaco. Durazo demandó por difamación a González, y ganó el caso. Pero no importó. Para ningún mexicano de aquellos tiempos, Arturo Durazo, El Negro, no podía ser sino el compendio de todo lo malo que ocurrió entonces.

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